En invierno de 1910, Madero llegó a Sonora en tren, con su esposa y su séquito de campaña. Venía como candidato presidencial en busca de votos y apoyo a su campaña antirreeleccionista. Apenas amanecía y hacía un frío bárbaro, cuando descendió del convoy en la estación de Navojoa. Ahí fue recibido por gente de pueblo y personas "de bien", con vivas, vítores y algarabía, porque creían en él, confiaban en su candidatura y esperaban de su triunfo electoral el fin del mal gobierno porfiriano, caracterizado por abusos del poder, saqueos patrimoniales, privilegios a sus allegados y robos del tesoro público a manos llenas.
Entre los asistentes, todos partidarios, adherentes, simpatizantes o simples admiradores, pero ningún acarreado, destacaba un tal Flavio Bórquez, un joven maderista de hueso colorados, no muy letrado, pero de ideas laicas, cívicas y, sobre todo, antiporfiristas, que había formado su pensamiento en la escuela municipal de Quiriego a cargo de Guillermo Bracamontes, un decano profesor liberal que inculcaba entre sus alumnos el credo republicano y manifestaba además un anticlericalismo acendrado, por lo que sufrió el destierro de su estado natal. Según Aguilar Camín, don Guillermo Bracamonte era originario de Guanajuato, "colega de la primera y crucial generación profesional de maestros sonorenses, que dejó correr por las aulas el aroma de un liberalismo plagado de espíritu laico, anécdotas heroicas y fervores por el santoral republicano, re reciente y triunfal memoria".
Influidos por el credo cívico de los maestros, varios jóvenes sonorenses se adhirieron al movimiento antirreeleccionista de Francisco I. Madero. El coronel Juan G. Cabral Juan de Dios Bojórquez, otro maderista consumado, que se educaron en el Colegio de Sonora, donde entro en contacto con las ideas opositoras del profesor Rafael Romandía
Varios maestros de banquillo se adhirieron al partido de la revolución y ayudaron a minar el gobierno de Díaz. Unos se enrolaron en la "bola" de alzados; otros, quizás menos arrojados, pero no menos adherentes, predicaron con su verbo el credo libertario y hacían sentir en sus alumnos las ideas de Madero.
En este texto se cuenta la historia de unos profesores que se unieron a la revolución porque no estaban de acuerdo con la vida que llevaban (maestros incendiados por la miseria y el halo heroico de la historia patria), con el manejo de los asuntos públicos, ni con el trato que la sociedad les daba. Todos ellos no se resignaron a vivir un mundo de infortunios y por eso dejaron momentáneamente su profesión, para irse con los del partido de la revolución, destacando como predicadores de la causa libertaria, de la historia patria o combatientes en primera línea en la lucha armada.
Recuerda Baca Calderón, un revolucionario que nunca se rindió, que del contacto con la escuela y de la relación con su profesor Emilio Bravo, discípulo de Rébsamen, adquirió, como muchos contemporáneos suyos, "la versión liberal de la historia de México, lo que en palabras suyas quería decir que "llevaba… imbuida en el cerebro la doctrina del civismo, así como las enseñanzas de la historia patria, en sentido liberal… y conocía también los derechos del hombre, preferentes los de los mexicanos a los de los extranjeros, en el aprovechamiento de las riquezas naturales". El mismo había servido como profesor en la escuela superior de Tepic, es decir había forjado su carácter en el yunque del trabajo intelectual, en la lucha tenaz para disipar las tinieblas de la ignorancia y del fanatismo.
En la revolución brillaron hombres letrados. Sus líderes habían acumulado varios años de estudio. Esto era así porque la propagación de escuelas ocupó un lugar clave en los planes de gobierno porfirista Entonces se inaugurados centros de enseñanza de mucha reputación en Ures, Hermosillo, Guaymas y Álamos, como los colegios de varones y los de mujeres, donde además de la instrucción primaria, se hacían "estudios superiores". Hacia 1910, las cabeceras municipales contaban al menos con dos escuelas públicas. Algunas disponían de flamantes locales y recibían material escolar de facturación gringa. Disponían también de bibliotecas, suscripciones periódicas y auspiciaban publicaciones pedagógicas, como La instrucción pública, la Revista escolar y El estudiante, cuyos directores predicaban el método de la escuela moderna y daban conferencias pedagógicas, como lo hacían los profesores veracruzanos Carlos Martínez Calleja y Vicente Mora, colegas de una generación de profesionistas de la educación que dejó sentir en "las aulas el aroma de un liberalismo plagado de espíritu laico, anécdotas heroicas y fervores por el santoral republicano".
En víspera de la revolución, había poco más de 390 centros de enseñanza: 157 dependían del Estado, 162 de los municipios y 72 de particulares, costando en cerca de medio millón de pesos anuales. La planta docente ascendía a más de 770 educadores; 419 eran varones y 352 mujeres. La matrícula superaba la cifra de 20,000 educandos, siendo poco más el número de varones (10, 327) que el de las mujeres (9,774). Todo eso mejoró la escolaridad e hizo posible que decenas de jóvenes se convirtieran en maestros de escuela, cuya profesión no fue la mejor formaba de ganarse la vida, por lo que actuaron como conspiradores, inculcando "el amor a la justicia, a la libertad y a la revolución", recuerda un antiguo alumno del Colegio de Sonora.
Los desobedientes
Hubo profesores que manifestaron su simpatía con los alzados desatendiendo el llamado del gobierno, para repeler a los maderistas. Entre ellos, se recuerda el caso del director de la escuela oficial de varones de Caborca, profesor Miguel E. Muñoz, quien negó su ayuda a los planes en contra de la insurgencia, por lo que se ganó la ira y el reproche de las autoridades, que consideraron su conducta como una franca manifestación de "deslealtad".
Otro mentor que mostró "simpatías por los revolucionarios" fue Rafael Ortiz, quien desempeñaba su magisterio en la misma escuela oficial de varones. Ambos profesores: Miguel Muñoz y Rafael Ortiz, a decir del prefecto de distrito de Altar, eran de ideas maderistas, desafectos al gobierno, por lo que no contó con ellos más que como impugnadores del viejo régimen.
El profesor de la escuela primaria de Naco, hacía sentir el paso de los alzados dándoles la bienvenida con música. Cuenta un soldado carrancista que al llegar Carranza al pueblo de Naco, Sonora, vio una "escuela de niños y niñas, todos vestidos de blanco estaban allí formados frente a donde había de parar el tren... cuando apareció en la puerta del carro en que viajaba, don Venustiano Carranza, hubo aplausos fuertes. El primer jefe bajó del andén en medio del silencio. Los chicos de la escuela miraban asombrados aquel señor con barbas que imponía respeto. El maestro de la escuela con su batuta marcaba compases para que empezara el coro de los niños, pero estaban atemorizados. Entonces el maestro de la escuela tuvo una inspiración: él mismo, para animar a los niños, empezó a cantar: Mexicanos al grito de guerra".
Los predicadores
Otra forma de estar de lado de la revolución fue hacer uso de las lecciones escolares, para fomentar entre los alumnos el amor a la patria, la oposición y el odio a la dictadura. Recuerda un revolucionario que su profesor les leía noticias contrarias a la dictadura de Díaz y hablaba "mucho de la propaganda del señor Madero, y del cambio que era necesario para toda la república… en lugar de estudiar matemáticas resulte revolucionario porque el profesor, en vez de clase de matemáticas, daba de revolucionarismo".
Un antiguo alumno del Colegio de Sonora, recuerda que su profesor Rafael Romandía "parecía haber nacido exclusivamente para ser un competente educador, hacía de su clase "una plática íntima", durante la cual intercalaba los conocimientos escolares con los temas de las libertades públicas. "A sus lecciones conversadas daba interés, porque a cada paso introducía juicios agudos sobre las personas o acerca de la situación política del país. Frecuentemente se burlaba de los gobernantes o del que se ostentaba como jefe de la policía".
Otro profesor que dejó correr por las aulas ideas libertarias, el amor a los héroes de la Reforma y la cultura cívica, fue el profesor de la escuela pública de Nuri, José J. Obregón, quien después fungió como director de la escuela primaria oficial de Huatabampo, cuyo cargo abandonó para ocuparse interinamente de la presidencia municipal, por disposición del gobierno provisional maderista.
Varios profesores que sirvieron las escuelas en los años previos a la insurrección, tuvieron entre sus alumnos destacados revolucionarios; Monzón era maderistas y se enteró, "con júbilo", de que muchos de sus discípulos pertenecieron al "ejército libertador". Quizás el valor de sus enseñanzas pueda medirse con el papel que desempeñaron en aquella gesta. Por ejemplo, José Lafontaine fue maestro de un maderista porteño de primera línea, José María Maytorena, y también lo fue de Antonio G. Rivera, quien propagaba el antirreleccionismo con entusiasmo; Guillermo Bracamontes fue maestro de Flavio Bórquez, un disidente que hospedó en su casa a Madero y su comitiva cundo llegó a Navojoa promoviendo su candidatura; Rafael Romandía fue profesor de Juan de Dios Bojórquez y, al parecer, también de Juan G. Cabral, ambos revolucionarios militantes; Luis G. Monzón fue maestro de Miguel Antúnez, un joven sonorense que siendo profesor impugnó junto con su maestro el golpe huertista y tomó las armas contra los golpistas; Epifanio Vieyra fue profesor de Gilberto Valenzuela, quien fuera un carrancista consumado y cercano colaborador de don Venustiano; finalmente, Benigno López y Sierra, un tapatío que ejerció su magisterio en Sonora, miembro de una generación de educadores liberales, de espíritu laico y vocación republicana, que tuvo entre sus discípulos a Plutarco Elías Calles.
En la línea de fuego
Primero arengados por Madero, luego por Carranza, varios maestros de provincia dejaron las aulas, cambiaron la pizarra por el fusil y se unieron a la "bola". Otilio Montaño, por ejemplo, profesor rural en Villa de Ayala, Morelos, fungió como ideólogo zapatista y participó con arma en manos al lado de su colega Pablo Torres Burgos, un profesor maderista, de quien se dice leyó a sus correligionarios, con voz de educador, el sedicioso Plan de San Luis.
Igual que Madero y Zapata, Villa y Carranza también contaron con la militancia de destacados educadores, que sirvieron a su causa con entereza, como lo hiciera Antonio Villarreal, un profesor liberal que actuó en la revolución desde su etapa precursora, militando en el partido magonista cuyo programa incitaba a conspirar contra la dictadura y reivindicaba además multiplicar las escuelas primarias, "pagar buenos sueldos a los maestros", "impartir enseñanza netamente laica", declararla obligatoria "hasta la edad de catorce años" e inculcar a los niños el civismo, los principios libertarios y despertar en ellos "el amor patrio". Entre los profesores que siguieron a Carranza se pueden mencionar Alberto Carrera Torres, David G. Berlanga, José González Rodríguez, Luis G. Monzón y Esteban Baca Calderón, entre otros, todos ellos alcanzaron grados militares y fungieron como gobernantes constitucionalistas.
Estos dos últimos profesores desempeñaron el magisterio en Sonora, donde además se vincularon a movimientos subversivos. Baca Calderón, por ejemplo, fue profesor en la escuela del mineral de Buenavista, antes de fungir como dirigente de la huelga de Cananea, que organizó la Unión Liberal Humanidad, de la que él era adherente de primera línea. Luis G. Monzón, por su parte, fue profesor en varias escuelas en el distrito de Moctezuma, luego de haber sido expulsado de su tierra por sedicioso, en donde también se ganó la ira y la prisión por su actuación subversiva, que hacía sentir a través de los periódicos de oposición: El Estado de Sonora y Diario del Hogar. Monzón fue magonista, maderistas, carrancistas y miembro del constituyente de 1917; siempre actuó al lado del bando más radical de aquella generación crucial.
En Sonora hay evidencias históricas que dejan ver un sentimiento de oposición entre los maestros de escuela, que "incendiado por la miseria y el halo heroico de la historia patria" conspiraron contra la odiosa dictadura. Un buen ejemplo de ello es Antonio G. Rivera, un joven profesor maderista, promotor del sufragio efectivo, soldado de línea, periodista de combate y diputado del congreso constituyente del estado. Rivera nació en Ures, donde se graduó de profesor, en 1905, en el Colegio de Varones que dirigía José Lafontaine. Cuenta el mismo profesor Rivera que él "propagaba el antirreeleccionismo con todo entusiasmo, pero también con toda la imprudencia de su juventud", valiéndole serias reprimendas de la autoridad municipal. Añade que al tener en sus manos el libro de Madero, La sucesión presidencial, reafirmó su propaganda antirreeleccionista, "encaminando cual era mi sentir ideológico a contribuir al cambio de la estructura social de la nación". Indignado por el dudoso resultado electoral que declaró ganador al dictador, secundó el subversivo Plan de San Luis y se adhirió a la guerrilla maderista bajo el mando del capitán Antonio Rojas, de quien fuera un colaborador cercano sirviendo como su secretario. A poco tiempo se le vio en la primera línea de fuego, tomando parte en los sangrientos combates de San Rafael, distrito de Ures. Al triunfo de la insurrección, regresó al magisterio empleándose como director en la escuela oficial de Sahuaripa, cargo que dimitió a causa de su nombramiento como síndico del primer ayuntamiento maderista de Ures.
En 1913, el profesor Antonio Rivera dio a conocer el desenlace de la Decena Trágica en El Demócrata, un periódico político que él diría para propagar los postulados de la revolución. Entonces condenó el golpe militar contra Madero y desplegó una intensa propaganda contra los golpistas. Luego del triunfo constitucionalista, fue electo diputado al Congreso Constituyente de Sonora, cuya labor legislativa fue decisiva en la formulación de la Constitución Política del Estado, promulgada en septiembre de 1917.
Además de Antonio G. Rivera, habría que evocar al profesor y periodista Manuel Paredes, quien enseñaba en la escuela oficial de Movas, Distrito de Álamos, al tiempo que propagaba entre los vecinos las ideas de Madero, por lo que sintió en carne propia la ira y el destierro, refugiándose junto con su pequeña hija en el estado Sinaloa, donde se unió a los bandos rebeldes y luego se empleó como profesor de escuela. En 1912, volvió a Sonora y demandó su reinstalación, además de "justicia, indemnización y reparación (de perjuicio) por haber sido destituido del cargo de director de la escuela de varones de Movas", lo que juzgó como "injusta, cruel y bárbara venganza por ser un hereje antirreleccionista".
Anexaba a su demanda, además de documentos oficiales que avalaban su desempeño magisterial, varias "cartas que prueban haber estado en correspondencia con el señor Francisco I. Madero antes de la revolución, motivo de persecución contra mí y mi pequeña hija obligándome a huir de Sonora. En la correspondencia de Manuel Paredes, se halla una carta en la que habla de su relación con Madero y de cómo el "ilustre demócrata" confiaba en él, para que se encargara de "la propaganda contra el absolutismo", por lo que "fui perseguido, destituido y reducido al último extremo de la miseria, con mi hija huérfana, hasta salir de Sonora en febrero de 1911".
En el pueblo de Nuri, distrito de Álamos, Gumersindo Esquer enseñaba y dirigía la escuela de varones oficial, cuyo empleo dejó en febrero de 1911, en pleno auge de la revolución, por haber sido "cesado bajo el pretexto de no haber dinero para pagar mi sueldo". Por entonces, recuerda el mismo profesor, "llegó a Nuri el Ejército Libertador al que ingresé como mecánico, habiendo permanecido en Nuri hasta la terminación de la campaña reparando armamento, reformando parque para los distintos calibres... y herrando la caballada del Ejército Libertador". Más tarde, fue soldado de primera línea en el ejército carrancista y participó en "los hechos militares que mayor realce dieron a las armas constitucionalistas", entre los que destaca la "heroica defensa de la ciudad de Álamos", en 1915, en la que resultó herido de muerte.
La actuación revolucionaria de los profesores alcanzó al distrito de Moctezuma, donde el joven profesor de la escuela oficial de Cumpas, Luis C. Félix, "se levantó en armas contra el gobierno del tirano Porfirio Díaz". Entre 1905 y 1910, Luis Félix curso sus estudios primarios en Cumpas, bajo la tutela de Alonso G. González, otro inconforme profesor que habría de interrumpir su magisterio para adherirse al partido de la revolución. Después de su contribución revolucionaria, regresó a enseñar en la misma escuela de Cumpas, de la que antes fue separado por órdenes superiores, pese a las protestas del vecindario y del director del plantel que juzgaba "injustas", "retrógrada" y "antipatriótica" tal separación.
Otro mentor que actuó en el partido de la revolución en la misma región de Moctezuma, fue Miguel M. Antúnez, un joven y aguerrido profesor, ex alumno del también inconforme director de la escuela pública de Cumpas, Luis G. Monzón, a quien ayudó en su lucha contra la viaja dictadura. Cuenta Juan de Dios Bojórquez, que Miguel Antúnez fue un esforzado luchador que tomó las armas para responder al ideal que inflamaba su pecho". En 1913, figuró como capitán primero en los combates de Santa Rosa y Santa María, cuyo arrojo bélico ganó la admiración de sus correligionarios. En sus Ocho mil kilómetros en campaña, Obregón relata que Antúnez participó en la toma de Culiacán, en 1913, donde "resultó herido de un hombro"; no obstante, "se negó a retirarse de la línea de fuego, siguiendo al frente de su tropa, luego de se hiciera la primera curación".
Miguel Antúnez estudio su primaria en Cumpas. Luego dedicó un tiempo al magisterio. En 1898, enseñó y dirigió la escuela pública del Valle de Tacupeto, distrito de Sahuaripa, que por entonces se estableció con la ayuda del vecindario. Allí enseño lectura, escritura, aritmética, geografía, gramática e historia, a un grupo de 28 educandos, entre los que se encontraba Gilberto Valenzuela, un niño de 7 años de edad, quien después fue profesor, abogado y revolucionario carrancista, lo que le valió la confianza de sus correligionarios para que dejaran en sus manos provisionalmente el gobierno del estado.
En efecto, Gilberto Valenzuela enseñó en la escuela particular "Ignacio Ramírez", en la villa de Sahuaripa, ganando un sueldo de 70 pesos mensuales. En 1906, 29 alumnos suyos presentaron exámenes públicos, en presencia del visitador de escuelas, Miguel Encinas, quien asentó en su libro de visitas: "El día de hoy me presenté a la escuela particular que está bajo la dirección del joven profesor Gilberto Valenzuela... Procedí al reconocimiento de los educandos, resultando del examen haber encontrado en el más completo orden a los alumnos examinados y en posesión plena de los conocimientos cursados, como consta en las actas de examen". En 1907, se empleó en la escuela oficial de Bacanora, donde enseño con esmero a más de 30 niños, siguiendo las enseñanzas del profesor Epifanio Vieyra, un profesor magonista que paró en prisión por sus actos de sedición.
Por último, quiero referirme Leopoldo Rodríguez Calderón, un profesor veracruzano que se empleo como director y profesor de cuarto grado en la escuela de varones de la Mesa, Cananea, en 1904. Era de formación normalista; fue "uno de los discípulos más distinguidos del notable pedagogo Enrique Rébsamen, fundador de la Escuela Normal de Jalapa, donde se formaron otros colegas suyo que también propagaron la pedagogía moderna y sirvieron a la revolución en sus distintas etapa, como Librado Rivera y Antonio Villarreal, ambos adherentes del partido de los Flores Magón. En 1906, fue cesado de su empleo y expulsado del estado, porque "había tenido parte muy activa en la organización de la gran huelga minera". Fernando Juvera, un alumno suyo, recuerda a su profesor como "el más sabio del mundo... veíamos en él un genio extraordinario... que nos hablaba sobre todos los temas del universo... llevaba sobre sus hombros una hermosa cabeza que se antojaba a la de un filosofo griego".
Cuenta el mismo ex alumno que en las clases de cuarto año, veían los problemas sociales, los derechos del hombre y la revolución francesa, temas en los que condiscípulos suyos estaban bien versados, como el joven libresco Luis Carmelo, que leía obras de Víctor Hugo y Juan Jacobo Rousseau, como La desigualdad. Rodríguez Calderón era lector asiduo del periódico Regeneración, que circulaba entre el núcleo que estaba detrás de la huelga, del que era parte el mismo profesor, de quien se dice que al desatarse la represión increpó "con frases duras" al gobernador y al coronel Kosterlitzky, quienes según su decir, eran "lacayos de la dictadura porfiriana". Luego escribió un artículo de denuncia en el que explicó el origen del conflicto obrero y responsabilizó a las autoridades civiles y militares del desenlace trágico, lo que le valió el ceso de su empleo y el destierro del estado. Por eso, recuerda su alumno, "nosotros... lloramos de pesar el día que dejó para siempre la escuela de La Mesa. Para sus alumnos el maestro Leopoldo Rodríguez Calderón fue un mártir sacrificado por defender la causa de los humildes". (El autor es Subsecretario de Educación Básica de la SEC en Sonora).
Hermosillo, Sonora, 20 de noviembre de 2021